Al principio no me gustó. Su aspecto dejado y su aliento a cerveza me molestaron. Yo estaba dormida en un portal y él vino a refugiarse de la lluvia a mi lado. Ni siquiera reparó en mi presencia, sólo en la mitad de la noche, cuando el frío le hizo tiritar, acudió a mí y nos dimos calor. Dormimos acurrucados hasta la madrugada, calados, encogidos, solos. Cuando empezaba a amanecer, las patadas de aquel guardia que gritaba demasiado nos echaron con cajas destempladas de nuestra recién estrenada alcoba y, mientras él se defendía con medias palabras farfulladas por su lengua adormecida, yo opté por la indiferencia y esperé a que la tormenta pasara. No tenía a dónde ir y tampoco nadie me esperaba en ningún sitio, su compañía no era ni mejor ni peor que la de otros. Me miró como preguntándome y yo sin contestar acompañé sus pasos.
Desde entonces nos hemos ido haciendo amigos, él siempre guarda un poco de comida para mí y yo, a cambio, lo cuido. Hace mucho tiempo que se fue de casa persiguiendo estrellas y sueños, su libertad. Yo nunca he tenido casa, no sé quién son mis padres ni me importa, la calle es el único hogar que conozco. Cree que no me he dado cuenta pero sé que hay noches en las que llora, aquellos amigos de borracheras y dosis le han ido dejando solo, su cuerpo se deteriora, su mente apenas tiene segundos de lucidez. Y cuando sus manos tiemblan y su garganta grita me aparto unos metros, no es que quiera dañarme pero lo ha hecho, después me acaricia y yo le perdono.
Aquella tarde se le cruzaron los cables, me asusté y salí corriendo pero en mi huída no reparé en que se acercaba aquel coche. No sé cómo ocurrió, solamente recuerdo el dolor, eso y sus lágrimas. Él necesitaba ese pico, había estando juntando monedas todo el día, céntimo a céntimo, para ello y, sin embargo, en ese momento sólo se ocupó de mí. De aquellas heridas ya no quedan más que cicatrices y una cojera, las suyas aún siguen supurando.
Hoy es día de mercado, llueve, aquí siempre llueve. Bajo unos soportales escenificamos nuestra pantomima. Él grita: "¡Por Dios! no es para mí, es para ella, ¡por Dios! ...". Yo estoy tumbada a su lado y me quejo. La mayor parte de la gente pasa indiferente mientras él repite una y otra vez la misma frase. Algunos me ven a mí y piensan ¡pobrecita! pero luego lo miran a él y se alejan. Una mujer se acerca con su pequeña de la mano bajo un paraguas. La niña se ha fijado en mí, la mujer en él. Se paran en un puesto cercano y, antes de que su hija tire de su falda, ella ya ha buscado en su bolso algo para mi amo.
-Mamá, ¡la perrita!- insiste la pequeña.
Se nos acercan. Él alarga la mano esperando unas monedas pero la mujer no hace ademán de dárselas, sabe que sólo eso no vale nada. La niña me acaricia mientras su madre pregunta, se interesa, descubre el vacío de sus ojos. Mi amo le cuenta que me han atropellado, le enseña mis "heridas", le dice que necesita comprarme medicamentos, pagarme un veterinario, ... Ella se da cuenta del engaño pero no juzga, hace frío, llueve, él tiembla, eso basta. Sonríe, saca de su bolsillo lo que antes había preparado y lo deposita en su mano. Después coge a su hija y las veo alejarse mientras la niña nos dice adiós con su manita. Yo sigo quejándome, él sigue con su misma cantinela: "¡Por Dios! no es para mí, es para ella ...".
¡Por Dios!, piensa la mujer, ¡qué el aullido de su perra les conmueva más que su tristeza ...!
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