Un día desperté con cinco lanzas clavadas y varias llagas malolientes. Parece mentira, pero llevaba con ellas muchos años y no me había dado cuenta que las tenía.
Esas heridas fueron fruto de sueños propios y ajenos, de deseos infantiles, de huidas hacia el infierno.
Las pérdidas se acumulan todas de golpe ante mi puerta, bloquean las salidas.
Se desdibuja el horizonte una y otra vez. Las fuerzas se agotan y la tristeza embebe cada esquina en la que me prostituyo.
¿Crecer es esto? ¿Prostituirse? No puede ser.
Aprendí a rezar, y se me ha vuelto a olvidar.
Dice Cohelo que el universo conspira para que se cumplan nuestros sueños. Es cierto, pero lo que no dice es el precio que hay que pagar por ello.
Viviendo sin sueños me siento muerto.
Viviendo para conseguirlos: un suicidio de dolor.
San Ignacio de Loyola desde su retiro en Manresa se dio cuenta que con niebla densa es mejor no cambiar el rumbo. Seguiremos adelante. Pero Dios, lo que cuesta...
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